De repente tienes 30 años.

Y el tiempo empieza a moverse de forma diferente.

Los amigos no se distancian... simplemente se alejan poco a poco. Los grupos de chat se quedan en silencio. Las quedadas se convierten en “tenemos que hacer esto pronto”. Las semanas se convierten en meses y, de alguna manera, parece normal.

La salud deja de ser opcional. Lo notas en tu sueño, tu energía, tu recuperación. Todavía puedes salir de fiesta, aún puedes decir que sí, aún puedes lanzarte, pero tu cuerpo te pasa la factura durante los días siguientes. Cuando tenías 20 años, te recuperabas al instante. Ahora lo planificas.

Tus abuelos empiezan a fallecer. Tus padres empiezan a envejecer. Los recuerdos que antes parecían nítidos empiezan a desdibujarse y te sorprendes deseando haber ido más despacio cuando la vida era más sencilla. Cuando la libertad significaba tiempo, no dinero.

Ahora hay presión: para hacer lo mejor para ti. Para elegir el camino correcto. Cada decisión pesa más porque el riesgo, de repente, parece real. Sientes que se te acaba el tiempo... aunque, lógicamente, sabes que no es así.

Tienes más sabiduría, más perspectiva, más experiencia, pero con eso también llega un mayor miedo... miedo a perder, miedo a elegir mal, miedo a desperdiciarlo y, sin embargo, hay una sensación de calma en todo ello.

Porque de repente tienes 30 años y te das cuenta de que el objetivo ya no es ir con prisas, sino construir una vida en la que realmente te guste vivir y de la que te sientas orgulloso y feliz al mirar atrás.